miércoles, 30 de julio de 2008

Dios

Hace tan sólo cien años Friedrich Nietzsche declaró: "Dios está muerto y el hombre es libre". La siguiente frase que escribió fue: "Ahora puedes hacer lo que quieras. No hay responsabilidad. Dios está muerto, el hombre es libre, y no hay responsabilidad".
Esta expresión tuvo muchos detractores a través de la historia. Por otro lado el Budismo nos dice que “la palabra no es la cosa”. Cuando uno pone un nombre, un rotulo, a una persona, a un sentimiento es para identificar o describir. Y al darle un nombre creemos que la hemos comprendido. Decimos "eso es una rosa", la miramos rápidamente y continuamos nuestro camino. Al darle un nombre creemos haberla comprendido; la hemos clasificado y creemos que por eso hemos comprendido el contenido total y la belleza de esa flor; no la miramos más de cerca. Pero si no le damos un nombre, nos vemos obligados a mirarla. Es decir, nos acercamos a la flor, o a lo que fuere, en actitud nueva, con una nueva cualidad de examen; la miramos como si nunca la hubiésemos visto antes. El poner nombre es un medio muy cómodo de deshacerse de las cosas y de la gente. Pero si no le ponéis un rótulo, y, por lo tanto, tenéis que mirar la cosa individualmente ‑ya sea un hombre o una flor, un incidente o una emoción-, entonces os veis forzados a considerar vuestra relación con la cosa y la acción que de ahí resulte. De suerte que nombrar o poner un rótulo es un modo muy cómodo de deshacerse de tal o cual cosa, de negarla, condenarla o justificarla. Todos sentimos que hay un centro, un núcleo, desde el cual actuamos, juzgamos y denominamos, ¿no es así? ¿Qué es ese centro, ese núcleo? A algunos les agradaría pensar que es una esencia espiritual, Dios o lo que os plazca. Por lo tanto, descubramos qué es ese núcleo, ese centro que nombra, define, juzga. Ese centro, por cierto, es la memoria, ¿no es así? Una serie de sensaciones identificadas y conservadas; el pasado, vivificado a través del presente. Ese núcleo, ese centro, se alimenta del presente al nombrar, al clasificar, al recordar. Mientras exista ese núcleo, ese centro, no puede haber comprensión. Sólo con la disipación de ese núcleo surge la comprensión. Porque, al fin y al cabo, ese núcleo es memoria, recuerdo de diversas experiencias a las que se ha dado nombres, rótulos, identificaciones. Con esas experiencias nombradas y rotuladas, desde ese centro, se acepta y se rechaza, se toma la determinación de ser o de no ser, conforme a las sensaciones, placeres y penas del recuerdo de la experiencia. Ese centro es, pues, la palabra. Si no le dais nombre a ese centro, ¿hay acaso un centro? Esto es, si no pensáis con palabras, si no empleáis palabras, ¿podéis pensar? El pensar surge mediante la verbalización; o bien la verbalización empieza a responder al pensar. De suerte que el centro, el núcleo, es el recuerdo de innumerables experiencias de placer y dolor, expresado por medio de palabras. Observadlo en vosotros mismos, por favor, y veréis que las palabras, los nombres, se han vuelto mucho más importantes que la substancia; y vivimos de palabras. Las palabras tales como verdad, Dios, o los sentimientos que esas palabras representan, han adquirido para nosotros gran importancia. Somos la palabra que representa el sentimiento. Pero no sabemos qué es ese sentimiento, porque lo que se ha vuelto importante es la palabra. Si el nombre no hace al caso, si lo que importa es aquello que está detrás del nombre, entonces podéis inquirir; pero si estáis identificados con el nombre y confundidos con él, no podéis proseguir. Y nosotros estamos identificados con el nombre: la casa; la forma, el nombre, el mobiliario, la cuenta bancaria, nuestras opiniones, nuestros estimulantes, y así sucesivamente. Somos todas esas cosas; y esas cosas están representadas por un nombre. Las cosas han llegado a ser importantes, los nombres, los rótulos; y, por lo tanto, el centro, el núcleo, es la palabra. Cuando la mente está de veras tranquila, entonces es posible que se manifieste aquello que es inconmensurable. Cualquier otro proceso, cualquiera otra búsqueda de la realidad, es mera autoproyección, cosa de nuestra propia hechura, y, por tanto, ilusoria. Pero este proceso es arduo, y él significa que la mente tiene en todo instante que darse cuenta de todo lo que internamente le ocurre. Para llegar a ese punto, no puede haber condenación ni justificación desde el principio hasta el fin, sin que esto sea un fin. No existe un fin, porque hay algo extraordinario que aún continúa. Esto no es una promesa. A vosotros os toca experimentar, penetrar de más en más profundamente en vosotros mismos, de suerte que todas la innumerables capas del centro sean disueltas; y eso lo podéis hacer rápida o perezosamente. Pero es en extremo interesante observar el proceso de la mente, cómo depende de las palabras, cómo las palabras estimulan la memoria, resucitan la experiencia muerta y le infunden vida. Y en ese proceso la mente vive en el futuro o en el pasado. Por tanto, las palabras tienen un enorme significado, tanto neurológico como psicológico. Podéis observaros en la acción, observaros al pensar, ver cómo pensáis, cuán rápidamente le dais nombre al sentimiento a medida que surge; y la observación de todo este proceso librará a la mente de su centro. Entonces la mente, estando quieta, puede recibir aquello que es eterno. Entonces aquel rotulo que hemos denominado Dios habrá muerto y habremos inquirido en lo esencial que hay detrás de la palabra. No habrá un núcleo que rotule y seremos libres. Entonces podremos hacer no lo que queramos sino lo que “DEBE SER”, no habrá responsabilidad como condicionamiento heredado o impuesto. No habrá virtud (el rotulo del núcleo) sino Amor.

1 comentario:

zafaranyannuzzi dijo...

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